No a la muerte

Por Juan Carlos Martínez

 

En la Argentina no existe la pena de muerte, pero se la ha aplicado de oficio con mucha frecuencia en distintas etapas de nuestra historia.

 

Durante el terrorismo de Estado las ejecuciones se hacían a toda hora del día y en cualquier lugar.

 

Los militares y sus cómplices trataron de introducir la figura de guerra, pero el fallo del tribunal que juzgó a las juntas habló de un plan criminal de las fuerzas armadas.

 

En aquellos años la pena de muerte se aplicaba de distintas maneras. Las víctimas tanto podían caer bajo una lluvia de balas como por efectos de la tortura que se aplicaba en los centros clandestinos de detención. Los vuelos de la muerte también fueron una forma de aplicar la pena máxima de oficio.

 

Aún antes del golpe del 24 de marzo de 1976, las patotas de la Triple A habían cometido cientos y cientos de crímenes con total y absoluta impunidad.

 

En los casi treinta y cinco años de democracia la pena de muerte de oficio se viene aplicando tanto por las fuerzas de seguridad como por ciudadanos de a pie.

 

Entre el gatillo fácil de los uniformados y el de los justicieros civiles, la Argentina ha abandonado paulatinamente los caminos de la racionalidad política, jurídica y humana para internarse en un callejón de difícil salida.

 

Lo más grave de todo es que el propio gobierno, comenzando por su presidente, está justificando, alentando y hasta calificando de héroe a un policía que ejecutó por la espalda a un muchacho de 18 años que había cometido un robo y se daba a la fuga.

 

No menos graves han sido las expresiones de la ministra de Seguridad al sumarse a la apología del crimen mientras anunciaba la intención oficial de modificar el Código Penal para eliminar la figura de la defensa legítima en el caso de las fuerzas de seguridad.

 

O sea, una forma de legalizar el uso del gatillo fácil como en el caso del policía Chocobar sin importarle que hay un juez que tiene en sus manos la causa y la decisión de resolver lo que hasta ahora tiene todas las características de una ejecución.

 

Sin embargo, la muy republicana ministra dijo que “el juez que haga lo que quiera, nosotros vamos a llevar adelante la defensa de la acción”.

 

Es decir, la defensa del gatillo fácil, lo que en buen romance no es otra cosa que defender la pena de muerte.

 

Si algo faltaba para colocar al gobierno de Macri al frente de la ofensiva en favor del gatillo fácil y hacer más visible la causa de los justicieros, unas declaraciones del monje negro Durán Barba fortalecieron la idea oficial de imponer, de alguna manera, la pena de muerte.

 

El asesor presidencial acaba de revelar que a tenor de algunas encuestas hechas por el caso Chocobar, “la inmensa mayoría quiere la pena de muerte”.

 

La necesidad de endurecer la represión para enfrentar el creciente descontento popular está llevando al gobierno a preparar el caldo de cultivo para familiarizar a la sociedad argentina con la pena de muerte, sea cuál sea la forma en que se la quiera aplicar.

 

Cada vez que se hablaba de desaparecidos durante la dictadura se hizo carne en buena parte de la sociedad dos muletillas profusamente difundidas por los grandes medios de comunicación: “por algo será” y “algo habrán hecho”, perversas maneras de justificar la falta de compromiso frente a tantas atrocidades.

 

Ahora, cuando se producen hechos como el que protagonizó el policía Chocobar, los partidarios de la mano dura –no pocos periodistas entre ellos- difunden estremecedoras opiniones como que “hay que matarlos a todos”.

 

Es obvio que cuando hablan de “todos” no se refieren a los que mueven los hilos de la economía sentados en un cómodo diván ni a los que comparten el gran saqueo de nuestros recursos naturales y lucran con el esfuerzo de los trabajadores.

 

Es hora de entender que un país que ha sufrido el genocidio de treinta mil personas tiene que apostar a la vida, no a la muerte.