La mirada de la muerte
Por Juan Carlos Martínez
(Nota del autor: Este artículo fue publicado en agosto de 2016. Cortázar lo había anticipado mucho antes, cuando dijo que durante mucho tiempo los argentinos íbamos a viajar en el bondi junto al torturador. Al ritmo que marcha la impunidad, nos encontraremos con los genocidas a la vuelta de cualquier esquina).
Desciende del celular del Servicio Penitenciario Federal de traje y corbata como si fuera a una fiesta de gala. Los policías le ayudan a desplazarse. Lo cuidan como si fuera un tesoro. Una pequeña manta de color sangre sobre sus ensangrentadas manos esposadas.
Espero su ingreso en la puerta de acceso a la sala donde lo aguardan los jueces que lo están juzgando por múltiples delitos de lesa humanidad. Lo veo a dos metros de distancia. El fugaz cruce de mis ojos con su mirada de muerte me produce escalofríos. Desde entonces ese cruce está grabado en mis retinas.
Han pasado algunos años pero de vez en cuando aquella mirada reaparece en mi memoria visual como una pesadilla. Veo su foto y me invade una sensación de espanto.
Ahora lo veo en la sala, frente al tribunal, junto a los otros represores. Todos le rinden pleitesía. Es el rey de la desaparición, la tortura y el crimen.
Desde su asiento, ya sin esposas, sus ojos de muerte recorren la sala desde el lugar donde están los jueces y los abogados querellantes hasta las primeras filas ocupadas por familiares de sus víctimas.
Allí está Chicha Mariani, la abuela que sigue buscando a su nieta Clara Anahí, robada tras el ataque a la casa de la calle 30 el 24 de noviembre de 1976.
El genocida guarda el secreto del destino de aquella niña. Y otra vez vuelve a mirar a quienes están a sus espaldas. Una oleada de odio recorre el espacio.
Por momentos quiere adueñarse de la audiencia. Los jueces le advierten sobre su condición de reo. Responde con una mueca cargada de odio mientras sus manos tintas en sangre se deslizan sobre un rosario entre algunos apuntes en los que aparece el nombre de Jorge Julio López.
Un mensaje mafioso que es todo un desafío.
Siempre ha dicho que sólo Dios puede juzgarlo, aunque frente a sus indefensas víctimas su Dios juzgaba y sentenciaba con la picana eléctrica y la nueve milímetros.
En cambio, los jueces que lo juzgan no usan ni capucha ni cadenas ni grillos ni balas ni roban niños.
Termina la audiencia y vuelvo a la puerta por donde el hombre que lleva la muerte en la mirada saldrá esta vez vestido con ropa deportiva para dirigirse, nuevamente esposado, al vehículo que lo trasladará a Marcos Paz, un hotel de cinco estrellas comparado con las inmundas cárceles pobladas de pobres.
Está condenado a prisión perpetua, pero algunos jueces se han apiadado del múltiple genocida ordenando su prisión domiciliaria, no por lo que dice la ley sino por lo que les dicta su ideología.
Si semejante atrocidad se cumple, es probable que muchos argentinos se crucen, en algún momento, con la mirada de la muerte del genocida Miguel Etchecolatz.