De víctimas y victimarios

Por Juan Carlos Martínez

 

Eso de convertir a la víctima en victimario y al victimario en víctima es un viejo recurso que se practica en diferentes ámbitos de la actividad humana. Lo hicieron los militares para contrarrestar las denuncias que se difundían en el exterior sobre las atrocidades que se estaban cometiendo en el país.

 

“Es un ataque a la Argentina” decían entonces los genocidas para alentar la fiebre chauvinista en un tiempo en el que a muchos argentinos se les calificaba de subversivos, rojos y terroristas, un rótulo que se le ponía sobre sus espaldas a hombres y mujeres y hasta le robaban sus niños con el criminal argumento de evitar la transmisión ideológica de sus padres.

 

El más descarnado de todos esos salvajes fue el genocida Ramón Camps cuando explicó por qué había repartido niños hijos de desaparecidos en el marco del plan sistemático del robo de bebés.

 

“Personalmente no eliminé a ningún niño. Lo que hice fue entregar a algunos de ellos a organismos de beneficencia para que les encontraran nuevos padres porque los subversivos educan a sus hijos para la subversión y eso hay que impedirlo”, dijo el bien llamado carnicero de Buenos Aires quien se acreditó la desaparición –asesinato de cinco mil personas.

 

Herederos de esa perversa manera de cargar sobre la víctima el rol de victimario son las policías bravas que aún en democracia apelan a tan infame recurso.

 

Plantar pruebas en los elegidos, buscar testigos falsos y persuadirlos de la manera menos diplomática e inventar supuestos ataques por parte de los atacados es una constante de vieja data pero que desde que se instaló el protocolo de seguridad se ha naturalizado hasta convertirse en una práctica cotidiana.

 

Versión moderna de la llama ley de fugas –salvando las distancias- que se aplicaba durante la dictadura para justificar las ejecuciones de las víctimas. ¿Cómo no alarmarse frente a la repetición de prácticas que reviven escenarios propios de ese pasado de horror como es la reciente desaparición de Santiago Maldonado, detenido por efectivos de Gendarmería, un organismo de seguridad que no ha dado explicación alguna sobre el destino de la víctima.

 

Sugestivo silencio extendido al gobierno, principal responsable de la seguridad individual y colectiva de todos los ciudadanos. Mientras Maldonado siga desaparecido, es inevitable que se califique al gobierno de victimario.

 

Cómo será el grado de impunidad vigente que se habla de policías heridos y se acusa a las mismas personas que son blanco del garrote, las balas de goma, los hidrantes y los gases que cortan la respiración humana, como los que agreden.

 

Cosa que desmienten las filmaciones de periodistas y las que suman personas que asisten a esas escenas de crueldad como testigos o como víctimas y que luego son justificadas y hasta aplaudidas por funcionarios públicos, muchas veces con la complicidad de jueces y fiscales.

 

Ni hablar de lo que ocurre en cárceles y comisarías puertas adentro en materia de abusos de todo tipo, desde violaciones y otros tormentos en los que se incluye el uso de la picana eléctrica, en ocasiones con desenlaces fatales que suelen ser presentados como suicidios.

 

En el universo político también se ha extendido este juego de distracción, una suerte de cambalache en el cual un corrupto como el presidente Macri da clases de moralidad pública asumiendo per sé el papel de víctima para ocultar su condición de victimario.

 

El mismo personaje puede posar para la foto con viejos después de haberles anulado elementales derechos a los jubilados al tiempo que prepara una ley para exprimirlos hasta el último minuto de sus vidas.

 

La demagogia del victimario.

 

La falsa víctima es tan cruel, tan perversa y tan cínica que cada vez que le muestran las pruebas de la fortuna mal habida que guarda en paraísos fiscales nos dice que todo está en regla y sugiere a sus críticos que recurran a los tribunales para disipar sus dudas mientras sus lobistas trenzan en Comodoro Py en busca de impunidad.

 

El colmo de este perverso juego lo acaba de alcanzar el gobernador jujeño Gerardo Morales, un hombre que se ha adueñado de su provincia a la que maneja como manejaban el poder los monarcas del siglo XVI.

 

No hay duda que Morales será recordado como el rey sin corona (como alguna vez quiso ser el dictador Onganía) por haber logrado en democracia reunir en sus manos la suma del poder político y judicial.

 

Tal es el grado de su desfachatez que pretende convertir a Milagro Sala y a los integrantes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en victimarios mientras él se arroga el papel de víctima.

 

Lo hace después de haber proclamado a los cuatro vientos que el fallo de la CIDH, sea cual fuere, debía ser acatado como establece el tratado firmado por la Argentina.

 

Discurso para la tribuna que no servirá para eludir los tremendos daños que la detención ilegal de Milagro Sala le han provocado al país, daños que a esta altura son irreparables aún con esta mujer en libertad.

 

Mientras el gobierno de Jujuy en sintonía con el gobierno nacional desconoce las obligaciones internacionales que colocan al país al borde de gravísimas sanciones, el presidente Macri, obsesionado por cumplir las órdenes que llegan desde el imperio del Norte, encabeza una alocada ofensiva contra el gobierno de Venezuela en nombre de la libertad, la democracia y los derechos humanos.

 

¿Seremos tan miopes, tan ignorantes y tan mansos como para que los victimarios se presenten ante nuestros ojos y ante los ojos del mundo entero como víctimas?

 

A ver si despertamos.