Abogados de la vida y abogados de la muerte
Por Juan Carlos Martínez
“Es indudable que un pilar fundamental del sistema constitucional de derechos y garantías individuales lo constituye la prescripción que reconoce a todos los habitantes de la Nación la inviolabilidad de la defensa en juicio de la persona y de los derechos (Art. 18 de la C.N.). De nada vale que la más perfecta atribución de libertades, ni el más exhaustivo catálogo de derechos, si no se garantiza el eficaz servicio de su defensa cuando son vulnerados”.
El párrafo precedente está incluido en uno de los capítulos del libro NUNCA MÁS a propósito de la desaparición y asesinato de más de un centenar de abogados a partir de 1975 y luego, en mayor proporción, durante la dictadura cívico-militar-clerical.
Las víctimas eran abogados a quienes se acusaba de connivencia con las personas a las que defendían, generalmente perseguidas, desaparecidas y asesinadas por cuestiones ideológicas.
En ese contexto, tanto el sospechado de presuntos delitos como su defensor fueron privados del derecho constitucional y humano de defenderse.
Recuperado el sistema democrático, el precepto constitucional se viene cumpliendo, incluidos los juicios contra quienes cometieron los más aberrantes delitos de lesa humanidad, desde el juzgamiento a las Juntas Militares hasta los que continúan desarrollándose en todo el país.
La diferencia entre aquellos profesionales que defendían a personas perseguidas por ser disidentes o sospechadas de serlo con la de los que han defendido y defienden a asesinos y torturadores, es lo que nos induce a identificar metafóricamente a unos y otros como abogados de la vida y abogados de la muerte.
Los abogados que defendieron a Videla, Massera, Etchecolaz, Patti y los que hoy defienden a asesinos de la misma calaña como los que dejaron su impronta en La Pampa con Baraldini a la cabeza, están en todo su derecho de hacerlo y a nadie se le ocurriría cargar sobre ellos los múltiples delitos de lesa humanidad cometidos por sus defendidos contra hombres, mujeres y niños.
Pero uno se pregunta y le pregunta a esos profesionales a los que llamamos “abogados de la muerte”, si al margen de lo que han aprendido en las universidades en materia jurídica, ¿no les hace ruido su conciencia sabiendo, como saben, que sus defendidos secuestraron, torturaron, asesinaron, violaron a las mujeres en los campos de concentración, se apropiaron de niños recién nacidos y luego asesinaron a sus madres?
Otros interrogantes: Cuando sus hijos o nietos les pregunten si ellos compartían lo que hicieron esos monstruos, ¿qué les responderán? ¿No les preocupa que esos hijos y esos nietos se coloquen en las antípodas de sus padres o de sus abuelos como está ocurriendo con algunos hijos e hijas de genocidas?
Nadie crea que estamos promoviendo ni siquiera insinuando que se prive a quienes han cometido tan aberrantes delitos del legítimo derecho que tienen a ser sometidos a un juicio con todas las garantías constitucionales.
Lo contrario sería descender a su mismo estado de salvajismo, negar nuestra propia condición humana y vivir bajo el imperio de la ley de la selva.
Se trata, simplemente, de marcar la diferencia que existe entre democracia y dictadura, entre el respeto y el desprecio por los derechos humanos, entre los abogados de la vida y los abogados de la muerte.