Libertad de expresión y apología del crimen
Por Juan Carlos Martínez
La anunciada presencia de un apologista de lo peor que puede mostrar un ser humano ha desatado un cruce de opiniones entre quienes en nombre de la libertad de expresión sostienen que todo el mundo puede ejercer ese derecho -incluidos aquellos que han cometido los delitos más aberrantes contra la humanidad- y quienes creemos que hay ciertos límites.
No para limitar o impedir la libertad de expresión de nadie sino para preservar los espacios de libertad logrados con la sangre de miles y miles de personas.
En un país donde rige el estado de derecho, todos los ciudadanos pueden expresar sus ideas, aún las que contraríen la letra y el espíritu democrático.
Pero no debe ser el Estado -al menos el democrático- el que ofrezca espacios para que sus voceros siembren el odio racial, la xenofobia, la misoginia, la discriminación social, política o religiosa, la tortura, el crimen y el genocidio.
Esos son los mensajes que Baby Etchecopar viene transmitiendo desde que apareció en los medios de comunicación como uno de los símbolos de la creciente degradación cultural, ahora multiplicada por el actual contexto político que le ofrece un gobierno hecho a su medida.
Poner en un mismo plano a quienes defienden la libertad contra la opresión, la democracia contra la dictadura o la vida contra la muerte es como igualar a la víctima con el victimario, algo parecido a la teoría de los dos demonios.
Personajes como Etchecopar son los que crearon el caldo de cultivo previo al golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 al demonizar a personas rotuladas ideológicamente, entre ellas los ciento treinta periodistas y escritores asesinados por la dictadura.
Los Etchecopar de entonces (Mariano Grondona, Bernardo Neustadt, Chiche Gelblung y Mirta Legrand, entre otros- participaron de una sistemática campaña de acción psicológica en tiempos de la Triple A y de esa manera crearon el clima que las fuerzas armadas necesitaban para tomar el poder.
También los militares lo hicieron en nombre de las libertades, lo que no les impidió perseguir, amordazar, encarcelar y asesinar a quienes osaron hacer uso de la libertad de expresión.
¿Alguien cree que el discurso de los Etchecopar puede incluirse en alguna clase alusiva a la libertad de expresión en las escuelas y facultades de periodismo?
¿Alguien cree que semejante energúmeno puede aportar algo a la educación y a la cultura, a la democracia?
Oponerse a que ese discurso envenene las mentes de nuestros jóvenes ¿es atentar contra la libertad de expresión?
Lo hemos dicho antes. No se trata de prohibir la opinión de nadie. Ni siquiera de los que hacen de la censura un culto.
Eso nos pondría en su mismo nivel de intolerancia.
Se trata, nada menos, que de reafirmar los principios de la educación para la libertad individual y colectiva de todos los ciudadanos.
Se trata de defender la democracia y los derechos humanos arrebatados por la barbarie cívico-militar-clerical, que es lo que reivindican los nostálgicos del genocidio de treinta mil personas.
La presencia de Etchecopar en La Pampa no es casual. Está ligada al clima propicio creado por un gobierno que exalta la democracia pero al mismo tiempo aplica métodos propios de la dictadura.
Lo más visible de todo es la escalada represiva de la Policia dirigida por un impune golpeador y torturador de mujeres, un mano dura condenado por abuso de autoridad, inexplicablemente protegido por el gobernador Carlos Verna, el Partido Justicialista y buena parte de la complaciente oposición que gobierna el municipio de Santa Rosa, el mismo que le ha dado espacio a Etchecopar para que nos ofrezca una de sus magistrales clases de intolerancia.
Si algo faltaba para demostrar la vigencia de ese juego pendular que practica el gobierno pampeano con su doble discurso y su doble conducta, el mejor testimonio es la placa que acaba se colocarse en la jefatura de la Policía con el nombre del represor Luis Baraldini, principal responsable de los múltiples delitos de lesa humanidad cometidos en La Pampa durante el terrorismo de Estado.
Algo debe andar mal para que luego de más de treinta años de democracia el nombre de un genocida figure en el bronce como si fuera un héroe y que aparezca en escena y al amparo del Estado provincial y municipal un personaje de la calaña de Etchecopar y que una parte de la sociedad crea que la apología del crimen y la libertad de expresión son la misma cosa.