La bomba del hambre

Por Juan Carlos Martínez

 

Hace unos días escuchábamos por una radio pampeana los esfuerzos que hacen algunas personas para sostener uno de los merenderos que funcionan en estos tiempos de galopante malaria.

 

La persona que estaba al frente del merendero destacaba la solidaridad de mucha gente sensible que de una u otra manera aporta lo suyo para atenuar el cada vez más extendido hambre.

 

Un flagelo que se observa en todo el planeta, de modo especial en Äfrica y Latinoamérica, los dos continentes más castigados por semejante calamidad.

 

Los organismos internacionales que se dedican a analizar las causas del hambre en el mundo hacen hincapié en que las hambrunas se dan cuando un país o zona geográfica no poseen alimentos y recursos para proveer comida a la población, lo que produce un incremento de la tasa de mortalidad debido a otras causas como la desnutrición y las enfermedades.

 

Según las Naciones Unidas, cada día mueren en el mundo 24.000 personas a causa del hambre. El 75 por ciento de ellos son niños. Se calcula que unos 800 millones de personas sufren hambre, un número que estremece cuando nos enteramos de lo que se gasta en armamentos, incluso en aquellos países donde la pobreza asoma por todas partes.

 

Una pregunta; ¿El hambre sólo es patrimonio de los países que no poseen alimentos ni recursos para darle de comer a todos sus habitantes?
Si esto es así ¿por qué hay hambre en un país como la Argentina?

 

La respuesta es sencilla: porque el sistema político imperante es una fábrica de pobres a los que sólo se les auxilia con limosnas o con las migajas del gran banquete al que sólo asisten los ricos.

 

Por eso es que los merenderos y los comedores escolares reciben día a día más niños con hambre.

 

En un país de 44 millones de habitantes que produce alimentos para cuatrocientos millones, buena parte de la población ha dejado de consumir productos básicos para su alimentación como son la leche, el pan, las carnes, frutas y verduras.

 

Ni hablar de las privaciones que sufren los jubilados que tienen que optar entre la comida y los remedios.

 

Cuando Macri dice que en la Argentina se necesitarán veinte años para terminar con la pobreza, no está pensando en el tiempo que demandará un plan –que obviamente no lo tiene- para concretar el ascenso social de los pobres a través de la distribución equitativa de la riqueza.

 

Lo que Macri y el modelo que lo sostiene necesitan no es otra cosa que ganar tiempo, recurriendo a la fábula del burro y la zanahoria, siempre prometiendo el paraíso para mañana, nunca para hoy.

 

Mientras ese juego de entretener se va agotando frente a una realidad cada día más cruel, el hambre –ese genocidio silencioso e invisible- se está convirtiendo en una bomba de tiempo.

 

Macri y los ricos para quienes gobierna, no han advertido todavía que cuando la bomba del hambre estalle, ellos también quedarán sepultados bajo sus escombros.