La sombra de Camps
Por Juan Carlos Martínez
El robo de centenares de bebés durante la dictadura no fue obra de unos pocos perversos que se llevaron aquellas criaturas como parte de un botín de guerra y los repartieron como si se tratara de mascotas.
Semejante atrocidad respondió a un plan sistemático elaborado por mentes enfermas que no se detuvieron a pensar un instante que estaban golpeando a lo más vulnerable de los seres humanos.
Como bien dijo la CONADEP en su momento en el libro NUNCA MÁS, "en ellos se ha golpeado lo indefenso, lo vulnerable, lo inocente y se ha dado forma a una nueva modalidad de tormento".
El genocida Ramón Camps lo explicó descarnadamente y con un nivel de crueldad increíble: "Personalmente no eliminé a ningún niño. Lo que hice fue entregar a algunos de ellos a organismos de beneficencia para que les encontraran nuevos padres porque los subversivos educan a sus hijos para la subversión y eso hay que impedirlo".
En aquellos años, joven y subversivo era una misma cosa.
En mi libro La Apropiadora, la licenciada Ana María Careaga (*) escribió un brillante artículo sobre este tema. Lo tituló Su majestad el bebé del que hemos extraído algunas líneas que sirven a la idea central de esta nota, que no es otra que la de mostrar que las generaciones jóvenes, sobre todo si son críticas y pensantes, han sido y siguen siendo la carne de cañón elegida por los sistemas dictatoriales o autoritarios que pretenden imponer políticas sociales y económicas contrarias al interés de las mayorías.
"En la Argentina de la dictadura -dice Careaga- se llevaron a una generación y como si eso no fuera suficiente para la voracidad del terror, se apropiaron de cientos de miembros de la generación más joven, incipiente o aún no nacida, pero que prometía llegar a este mundo con el rótulo en la frente de pensante capaz de subvertir la mediocridad y la sinrazón. Y, en su condición de salvadores de la patria, también se erigieron en apropiadores de esos niños, a quienes entonces salvaban de aquellos hogares subversivos".
Frente a la cada vez mayor cantidad de jóvenes y adolescentes ¡y hasta niños! que en distintos lugares del país -La Pampa incluida en un puesto destacado- están siendo víctimas de la violenta e injustificada represión policial, las sombras de aquel ominoso pasado se cruza en nuestra memoria con una sucesión de imágenes que nos cuesta asimilar y reaviva nuestros temores.
Lo más grave de todo es que la matriz represiva es la misma en todo el país desde que el gobierno de Macri dio luz verde al llamado protocolo de seguridad, un eufemismo que no sirve para ocultar que las balas de goma y el garrote y otras formas de abusos son las herramientas que usa el Estado democrático para disciplinar a aquellos sectores de la sociedad que no han renunciado a su capacidad crítica.
Como dice Ana María, esos sectores son pensantes, capaces de subvertir la mediocridad y la sinrazón que impera en esta Argentina donde las víctimas de los cazadores de brujas son en su mayoría jóvenes y adolescentes, el blanco preferido por un sistema represivo que utiliza la fuerza del Estado no sólo para criminalizar cualquier manifestación de protesta sino para imponer miedo violando elementales derechos humanos, incluso lo de los que protegen a los niños.
Que sean jóvenes y adolescentes los elegidos para la cacería humana que se ha desatado en distintos lugares del país no es casual. La estigmatización de ese sector de la sociedad en nombre del orden y la seguridad es una falacia con la que se intenta frenar el creciente malestar social que genera el diseño de un país que se ha dividido entre hijos y entenados.
Los jóvenes y adolescentes víctimas de los crecientes atropellos policiales pertenecen, mayoritariamente, a los sectores sociales más débiles, pero la escalada represiva -si no se detiene- se irá extendiendo hacia arriba, es decir, hasta alcanzar a una de las presas más apetecidas y temidas por la derecha: los estudiantes. Esos jóvenes que se niegan a vivir bajo la lupa de un sistema que los quiere mansos, obedientes y silenciosos.
El temor que embarga a muchos argentinos que vivimos el terrorismo de Estado son algunos síntomas que nos aproximan a los peores tiempos de la dictadura, cuando los jóvenes rebeldes, a los que Camps llamaba subversivos, eran el blanco elegido por los apóstoles de la muerte.
Hay que estar atentos a las rotulaciones que siempre se colocan sobre las espaldas de los que se rebelan contra las injusticias. No sea cosa que la teoría de Camps vuelva a instalarse en el lenguaje oficial y que al que disiente, sobre todo si es joven, se le coloque el sello de subversivo.
(*) Ana María Careaga es licenciada en Psicología. Es hija de Esther Ballestrino de Careaga, una de las madres secuestradas en la Iglesia de la Santa Cruz y arrojadas al mar en los vuelos de la muerte. Ella también fue víctima de la dictadura. A los 17 años, siendo estudiante, fue secuestrada y confinada en el Atlético, uno de los campos de concentración donde sufrió todo tipo de tormentos a pesar de estar embarazada. Pudo salir del país y dio a luz una niña en su exilio de Suecia. Ana María dirigió el Instituto Espacio para la Memoria. Actualmente es docente en la Cátedra de Psicoanálisis 1 de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires y es una de las principales referentes en la promoción y defensa de los derechos humanos en la Argentina.