Del voto al veto
Por Juan Carlos Martínez
El voto es una de las herramientas fundamentales que tienen los ciudadanos y ciudadanas para expresar su voluntad soberana en elecciones democráticas.
También los sistemas autoritarios (que no sólo se localizan en la política) emplean el voto como medio democrático, aunque en estos casos sólo se trata de pantallas para ocultar el verdadero rostro del poder.
Tiempos los hubo en que el fraude electoral desnaturalizaba el sistema porque buena cantidad de personas votaban sin participar en los actos electorales: sus documentos iban a parar a manos de los caudillos que se encargaban de votar por ellos y hasta los muertos aparecían en las urnas.
Aquel método puesto en práctica por los conservadores en la década de los años treinta, conocido como el fraude patriótico, era la contracara de la Ley Sáenz Peña que en 1912 había establecido el sufragio secreto y universal.
Claro que ese derecho era selectivo porque sólo podían votar los varones. Las mujeres a parir hijos, a lavar y planchar y a no meterse en las cosas de los hombres.
Casi cuarenta años después (1951) las mujeres argentinas pudieron ir a las urnas para ejercer uno de los tantos derechos que las sociedades machistas les negaron durante siglos.
Evita fue, entre tantas mujeres, artífice de aquella conquista.
Pero el voto por sí mismo y en determinados contextos no es sinónimo de democracia cuando, por ejemplo, se lo obtiene a cambio de alguna prebenda u otra forma de extorsión que lo desnaturalizan por completo.
Por vía del voto han alcanzado poder en democracia personajes de la calaña del genocida Domingo Bussi en Tucumán, del golpista Aldo Rico en San Miguel y del torturador Luis Patti en Escobar.
Votos manchados con sangre.
El voto para la libertad también se ha desnaturalizado por interferencias ajenas a la voluntad popular como ha ocurrido en Brasil donde algunas decenas de legisladores pesaron más que los cincuenta y cinco millones de ciudadanos que votaron a la presidenta Dilma Rousseff.
El voto ha servido y sirve para darle poder a quienes, una vez logrado, transitan por caminos absolutamente contrarios a la democracia.
Votos cargados de mentiras y traiciones.
El ejemplo más reciente es el que nos está dando Mauricio Macri en menos de seis meses de gestión como presidente de la república.
Uno de sus primeros pasos en dirección contraria a la democracia lo dio y continúa dando a través de los decretos de necesidad y urgencia para poner en marcha medidas propias de gobiernos autoritarios.
El calificativo no es para nada una originalidad, pero es imposible sustraerse a la tentación de repetir que esa forma de gobernar nos está acercando cada vez más a una dictadura por decreto.
Democradura, diría Eduardo Galeano.
Ahora, el presidente que gobierna con y para los más ricos y poderosos ha pasado del voto al veto. Es decir, el voto le ha servido por alcanzar la cima del poder político pero cuando esa herramienta no sirve a los intereses de los grupos económicos nacionales y multinacionales que le escriben los libretos, recurre al veto.
Una facultad que se supone que un presidente democrático la emplea para defender los intereses del pueblo y no los intereses de las corporaciones como acaba de ocurrir con el veto a la ley que prohibía la continuidad de la brutal escalada de trabajadores arrojados como trastos a las calles de todo el país.
Es más fácil vetar medidas que favorecen a los sectores más vulnerables que vetar el pago a los fondos buitres.
Don dinero, ese poderoso caballero.
En resumen, para Macri el voto es sinónimo de democracia cuando el veredicto de las urnas le resulta favorable, pero no cuando el Congreso de la Nación se pronuncia contra medidas contrarias al bien común, sobre todo si se incluyen a los sectores más vulnerables.
Cuando Macri reemplaza el voto por el veto no hace otra cosa que poner al desnudo su perfil ideológico y su concepción autoritaria para gobernar.