Caricaturas

Por Juan Carlos Martínez

 

El mundo entero se ha estremecido por la masacre en la que fueron asesinados varios notables dibujantes y caricaturistas que publicaban semanalmente sus obras en Charlie Hebdo, una revista satírica francesa cuyos contenidos no fueron soportados por fundamentalistas religiosos que adoran a su dios Mahoma.

 

Qué paradoja: justamente fue Francia la cuna del nacimiento de la caricatura política en las que aparecían personajes de la vida pública como Napoleón III y Luis Felipe, ridiculizados a través de ilustraciones que no eran otra cosa que mensajes críticos cargados de humor e ironía.

 

También la Argentina tiene una larga y rica tradición en el género de la caricatura política que arrancó a finales del siglo XIX, cuando diarios y revistas de la época incorporaron en sus páginas ese recurso de la mano de talentosos artistas que de esa manera ilustraron buena parte de la historia de nuestro país.

 

 

De la misma manera que decimos que una foto dice más que mil palabras, podemos decir que una caricatura también tiene el mismo efecto y no pocas veces superior a lo que puede captar la lente de una cámara fotográfica.

 

Tanto la caricatura política como la religiosa o la social suelen despertar reacciones diferentes entre el público y particularmente entre quienes se convierten en el centro de esas imágenes.

 

El humor, la sátira, el grotesto, la ridiculización de los elegidos no siempre produce en ellos la misma reacción. Todo transita entre la tolerancia y la intolerancia, aunque no siempre los intolerantes hacen justicia por mano propia o contratan sicarios para sacarse de encima a esos artistas o periodistas que hieren sus imágenes con la palabra o con el dibujo, como decían Videla y otros genocidas sobre las críticas a los crímenes de la dictadura que se hacían desde el exterior.

 

En aquellos días no era fácil encontrar medios gráficos o humoristas que se animaran a ridiculizar a los mentores y ejecutores del terrorismo de Estado. Todo el mundo era consciente del riesgo que entrañaba meterse en un terreno poco agradable al humor militar (en realidad los militares carecen de humor) y si alguno daba un paso en esa dirección lo hacía con imágenes inocentes como la que pintaba a Videla como la pantera rosa. O trataba, como lo hacía Tato Bores, de dibujarles una sonrisa en el adusto rostro a los generales, almirantes y brigadieres con algunos chistes de contenido doméstico mientras las patotas militares y civiles quemaban libros, asesinaban periodistas, torturaban y arrojaban personas vivas al mar, que eran las formas más rápidas y eficientes de imponer la censura.

 

Recorriendo de memoria la historia de La Pampa econtramos algunas reacciones violentas por la publicación de artículos críticos que involucraban al poder de turno o a algunos de sus sus aliados.

 

Una fue la incursión vandálica que desconocidos consumaron en las oficinas donde funcionaba la redacción de la revista El Fisgón. Otra tuvo como blanco directo a Juan Pablo Gavazza, precisamente director de aquella revista, quien fue agredido físicamente mientras cubría el desarrollo de un congreso justicialista en Victorica.

 

Lo más reciente ha tenido como protagonista central a Juan Carlos Tierno, todo un símbolo de intolerancia demostrado en su largo derrotero como funcionario público en las tres décadas últimas.

 

Primero mostró toda su furia contra los periodistas de Lumbre desde que denunciamos su enriquecimiento como director del Banco de La Pampa y luego por la maniobra que hizo para quedarse con el campo de un chacarero endeudado con la misma entidad bancaria.

 

Cuando Lumbre comenzó a caracterizarlo ante la sociedad pampeana con distintos montajes fotográficos elaborados por nuestros creativos diseñadores, Tierno montó en cólera.

 

En uno de los primeros montajes Tierno aparecía caracterizando al censor de periodistas mostrando una enorme tijera, luego se convirtió en Rambo, en el golpeador de mujeres y más tarde en el personaje que representaba a locolandia, entre otros.

 

En el primer juicio penal contra Lumbre pidió que se nos aplicara censura previa para evitar que continuáramos informando sobre sus negocios, pero se dio de narices contra la pared porque la jueza que intervino en la causa rechazó semejante absurdo jurídico.

 

Lo peor que le pudo pasar es que haya sido una mujer la que le puso el cascabel al gato.

 

No se dio por vencido e intentó silenciarnos a través de una demanda civil en la que incluyó como una ofensa a su reputación y a sus "convicciones democráticas" el montaje en el que aparecía, tijera en mano, en el papel de censor.

 

El montaje sobre el que nunca dijo una palabra es el que repetimos en varias ediciones donde aparece como golpeador de mujeres con un sombrero como el que usaban aquellos guapos del novecientos. Esa misma imagen es la que hemos escogido para el libro El Golpeador, cuya segunda edición está a punto de salir.

 

Lo bueno de todo es que, al menos hasta ahora, el intolerante Tierno no ha usado su arma preferida -los puños- para golpear a periodistas y caricaturistas ni se la ha ocurrido imitar a aquel Tierno que en la década de los cincuenta disparó repetidamente contra la humanidad del entonces gobernador Salvador Ananía.

 

Nadie mejor que Sergio Ibaceta para presentar gráficamente a Tierno como ejemplo de la teoría darwiana, pero en sentido involutivo.

 

Pareciera que el mundo va en esa dirección impulsado por el fanatismo y la intolerancia de quienes quieren convertir a la libertad en una simple caricatura.