Ataques a periodistas
Por Juan Carlos Martínez
El de periodista es uno de los oficios más riesgosos en todo el mundo. Siempre lo ha sido. Los argentinos lo sabemos por propia experiencia: durante la dictadura cívico-militar fueron asesinados más de un centenar. Ni hablar de los periodistas que en otros países, especialmente en latinoamérica, pagan con su vida la intolerancia de los poderes públicos y de otros sectores, a quienes molesta el libre ejercicio de esta profesión.
Pero en los ataques a periodistas no sólo hay que computar las agresiones físicas en las que se incluyen la muerte, sino las que impiden el pleno ejercicio de la libertad por medios más sutiles pero no menos eficaces.
Por ejemplo, las limitaciones que sufren aquellos periodistas que tanto en los medios públicos como privados tienen que someterse religiosamente a la línea editorial del medio en el cual trabajan sin posibilidad alguna de contrariar sus contenidos.
Rebelarse contra esa manera de sometimiento coloca a los periodistas frente a dos opciones: o acepta convertirse en un esclavo de sus palabras y de sus silencios o renuncia en defensa de su dignidad.
Otra forma de someter a los periodistas a los designios de quienes confunden libertad de prensa con libertad de empresa, consiste en prohibir expresamente toda organización gremial interna.
¿Cómo se puede hablar de libertad de expresión, de libertad a secas, si puertas adentro se amordaza a los trabajadores?
Qué paradoja: los dos grandes medios gráficos argentinos –Clarín y La Nación- permanentes predicadores de la libertad, son los primeros en desconocer el derecho que les asiste a sus trabajadores para agremiarse como ocurre en cualquier sindicato entre las múltiples actividades laborales existentes.
Mientras estos temas no aparecen en sus páginas ni en los medios audiovisuales y radiales que manejan, están saturando la información con el incidente que protagonizó una conocida movilera de TN durante la manifestación de apoyo a Cristina en Comodoro Py.
Aunque la presencia de la periodista haya sido un deliberado acto de provocación, nadie puede estar de acuerdo con que se le haya impedido ejercer su tarea aún cuando su objetivo –logrado por cierto- no era otro que el de victimizarse.
Después de todo, ¿qué podía sumar o restar a esos medios de comunicación que permanentemente usan sus espacios para tergiversar o manipular la realidad apelando a ese juego de distracción del que habla Chomsky? O sea, el clásico recurso que sólo sirve para anular la capacidad crítica de la gente y alejarla de los problemas reales que afectan su vida.
En este contexto, ¿qué otras vías de comunicación nos quedan para hacer frente a ese periodismo hegemónico globalizado que influye de manera tan nociva en la de-formación cívica de los ciudadanos?
Nos quedan, además de las redes sociales por Internet, los medios alternativos, pequeñas trincheras donde todavía el periodismo no ha perdido su esencia, aunque ellos tampoco están exentos de presiones y amenazas tendientes a silenciar sus voces críticas.
A eso tiende, justamente, la anulación de la Ley de Medios Audiovisuales consumada por un gobierno que habla de diversidad de opiniones mientras barre de los medios oficiales a periodistas que no le son funcionales y condiciona la tarea de los que sobreviven a los despidos y hasta les da instrucciones sobre el buen uso del lenguaje prohibiendo hablar de dictadura cívico-militar.
De todos modos, son esas pequeñas trincheras las que, unidas, podrán mantener en pie ese periodismo de la dignidad y la ética cuyo mayor referente en la Argentina sigue siendo Rodolfo Walsh.