Postales de locolandia
Por Juan Carlos Martínez
De pronto aparece entre las sombras de la noche como el zorro que ronda el gallinero en busca de su presa. A veces el amanecer lo sorprende viajando en un patrullero a velocidad prohibida y pasando los semáforos en rojo. El tiempo apremia. La policía que está bajo su mando también. Con el garrote o con la picana.
Él mismo da clases prácticas sobre el uso del machete. Marcha al frente del pelotón que avanza sobre gente pacífica e indefensa repartiendo palos a diestra y siniestra. Entre el blanco elegido hay hombres, mujeres y niños. Todos están bajo sospecha. “Metan balas” ordena.
Se acabó el tiempo de las palabras. Los heridos quedan tendidos en el piso. La sangre se mezcla con la crecida de las aguas del Río V. La voluntaria sordera del jefe de la represión le impide escuchar los gritos de dolor de las víctimas. No le importa. El escarmiento ha tronado.
Días después, su máximo protector legalizaría el método al inaugurar las sesiones legislativas. ”Hemos logrado más con los hechos consumados que con los hechos corteses” resonó en la sala de la Cámara de Diputados y el impune golpeador de mujeres recibió un nuevo espaldarazo para insistir con su política de mano dura. La vida continúa en el país de la alegría. Y en La Pampa nostra.
A veces irrumpe en alguna fiesta privada con aire de justiciero. Sin permiso y sin orden judicial. Ël es la ley. O aparece en algún boliche nocturno en busca de algún menor –su presa preferida- que exhale aroma a alcohol. El cuidado de los menores es una de sus nuevas devociones, producto quizás de algún ingrato recuerdo que golpea en el subconsciente de su memoria cuando golpeaba a su mujer delante de sus pequeños hijos.
En medio de esos operativos antialcohólicos, el justiciero se siente Elliot Ness, aquel agente federal que en la Chicago de los años treinta, en la época de la Ley Seca, buscaba con implacable empeño al más huidizo de los gángsters. Nada menos que al temido Al Capone, el rey del comercio ilegal de alcohol. Pero un día descubre que uno de los mayores consumidores de alcohol era su propio secretario.
Claro ejemplo de que los burócratas no son sometidos a las pruebas de alcoholemia. Y que la igualdad ante la ley no oculta las diferencias y los privilegios. Recién entonces el justiciero advierte el fracaso de su prédica antialcohólica. Sin embargo, no se da por vencido ni aún vencido. Y continúa adelante con su plan de poner orden en su propio desorden sobre el que avanza sin destino fijo. Un viaje a ninguna parte.
El episodio del secretario alcoholizado dio pie para que algún suspicaz pensara que una sorpresa similar podría encontrarse si las pruebas de rinoscopía se extendieran a los mismos que se dedican a la caza de consumidores de marihuana. O sea, los perejiles. En medio de tantos reveses, desde el universo oficial surgieron algunas propuestas para crear un registro de golpeadores de mujeres. Dicen que el justiciero sintió alivio cuando sus padrinos le aseguraron que si ese registro se habilita, sólo serán incluidos aquellos golpeadores de mujeres que hayan recibido una condena dictada por los jueces. En locolandia la política no sólo es el arte de lo posible. Lo imposible también se logra con esa varita mágica llamada impunidad.