Del militarismo a la monarquía judicial

Por Juan Carlos Martínez

 

Cada vez que los generales salían de sus cuarteles con los tanques marchando por las calles del país mientras las radios difundían en cadena marchas militares, todo el mundo tenía la certeza de estar asistiendo a un nuevo golpe de Estado.

 

Ese escenario se vivió en la Argentina y en otros países latinoamericanos desde que los políticos opositores a los gobiernos de turno se acostumbraron a golpear las puertas de los cuarteles para resolver por las armas lo que no podían resolver por las urnas.

 

Eso sí, todo se hacía en nombre de la democracia y de la libertad y del mundo occidental y cristiano.

 

En la Argentina se van a cumplir cuarenta años del último golpe militar, sin duda el más cruento de todos los golpes de Estado.

 

El que abrió profundas heridas que todavía permanecen abiertas como testimonio de una de las mayores tragedias sufridas por el pueblo argentino.

 

Tantos años sin tanques en las calles es todo un récord histórico al que se suman los treinta y tres años ininterrumpidos de vida democrática que, a pesar de tantos avatares, alcanzaremos el 10 de diciembre próximo.

 

Como las experiencias militares fueron perdiendo consenso popular por las atrocidades que cometían los generales con la suma del poder en sus manos, los que antes golpeaban las puertas de los cuarteles ahora golpean las puertas de los juzgados.

 

El sistema ha ido creciendo de manera sostenida hasta convertirse en una poderosa herramienta a través de medidas cautelares que han sido decisivas para imponer determinados planteos, particularmente impulsados por los mismos sectores que antes tomaban el poder a sangre y fuego.

 

Las cautelares impuestas para frenar la aplicación de la Ley de Medios Audiovisuales creada por el Congreso de la Nación tras un debate del que participaron amplios sectores de la sociedad, es todo un símbolo de lo que puede hacerse en nombre de la legalidad, jueces mediante.

 

No es casual que haya sido el máximo tribunal de Justicia con la sola excepción de Raúl Zaffaroni, el que declaró inconstitucional el proyecto de ley que impulsaba profundas reformas en uno de los tres poderes del Estado, sin duda el menos democrático de todos.

 

"Es inválido obligar a los jueces abogados y académicos a someterse a elecciones populares" determinó la Corte Suprema de Justicia en una sentencia que parecía haber sido extraída de uno de los manuales del poder monárquico.

 

El pronunciamiento del máximo tribunal de justicia exhumó el recuerdo -salvando las distancias- de la acordada con la que la Corte legitimó el golpe militar del 6 de septiembre de 1930 cuando el dictador José Félix Uriburu derrocó al presidente Hipólito Irigoyen.

 

Un precedente que sobrevuela sobre la memoria de los argentinos como un fantasma que perturba sus sueños democráticos.

 

Fueron jueces obedientes del poder político los que sin un juicio previo con todas las garantías de defensa los que mandaron a la cárcel a Milagro Sala mientras en el mismo feudo jujeño campea la impunidad del empresario Carlos Blaquier y de otros personajes que participaron en la orgía de sangre durante la dictadura militar.

 

Pero la toga tiene otros aliados que comparten el sistema de dominio: diputados, senadores y gobernadores que completan el nuevo circuito por el que se desplaza ese poder globalizado sin rostro que impone las reglas de juego.

 

La decisión tomada por los diputados y la que el sistema espera de los senadores de continuar hipotecando al país pagándole a los buitres millones y millones de dólares no es otra cosa que legalizar la nueva forma de dar golpes de Estado prescindiendo de los tanques y de las marchas militares.

 

Lo paradojal es que el éxito de esas operaciones cuenta con la garantía de actores que integran, como se ha dicho, el menos democrático de los poderes.

 

Brasil acaba de vivir un intento de golpe judicial a través de tres cautelares para frenar la designación del ex presidente Lula como jefe del gabinete de Dilma Rousseff, jaqueada por la fiebre golpista que danza al ritmo de la samba carioca bajo la batuta de jueces funcionales al golpismo.

 

La experiencia de los años setenta para aplastar los movimientos populares e imponer políticas económicas neoliberales en este continente ha evolucionado hacia formas supuestamente más "humanas".

 

Por eso es que los generales han pasado, por ahora, a cuarteles de invierno dejando en manos de la monarquía judicial los destinos de sus países y la suerte de sus ciudadanos.