Vivir bajo sospecha

Por Juan Carlos Martínez

 

"Gente extraña en actitud sospechosa, llame a tal número" decía, palabras más, palabras menos, un enorme cartel colocado en el kilómetro 593 de la ruta 5, coincidente con la primera gestión de Tierno como ministro de Seguridad.

 

Aquel letrero que incitaba a cualquiera a denunciar a cualquiera ya no existe, pero lo que aún pervive y con mayor intensidad es el espíritu de sospecha de unos sobre otros, estimulado desde el poder político por el mismo personaje que vuelve a manejar los hilos de la seguridad pública fiel al mismo libreto. Que, no por casualidad, coincide de cabo a rabo con el que viene aplicando el gobierno de Macri bajo la conducción de la inefable Patricia Bullrich.

 

La sospecha hacia el otro se ha instalado fuertemente en la conciencia colectiva en el mundo, en muchas partes por razones objetivas ligadas a la seguridad de los ciudadanos y en otras partes por un abanico de subjetividades creadas para favorecer determinados intereses, desde lo político a lo económico y no pocas veces como fundamento básico para sostener políticas xenófobas.

 

En la Argentina, país históricamente generoso para albergar a corrientes migratorias (la mayoría de nosotros somos nietos o hijos de inmigrantes), no estamos exentos de asistir a reacciones xenófobas, particularmente dirigidas a personas de países de nuestro propio continente, de modo especial si provienen de sectores marginales y lucen piel morena, atributos suficientes para ingresar al campo de las sospechas.

 

Los operativos que están haciendo en todo el país policías y gendarmes -incluida La Pampa- forman parte de las políticas diseñadas, aplicadas y controladas por las llamadas fuerzas del mercado. O sea, por los grupos concentrados de la economía que en la Argentina están bien representados por Macri.

 

"La inseguridad general -dice Zygmunt Bauman- se concentra en el miedo por la seguridad de la persona; éste, a su vez, apunta a la figura ambivalente, imprevisible, del extraño. El desconocido en la calle, el merodeador de las casas… Alarmas contra robo, vecindarios vigilados y patrullados, portones del complejo habitacional, todo sirve al mismo fin: mantener alejados a los extraños. La cárcel no es sino la más drástica entre muchas medidas, distinta del resto en cuanto a su presunto grado de eficacia, no en cuanto a su tipo. Las personas criadas en la cultura de las alarmas y los artefactos contra robo tienden a ser entusiastas partidarias de las condenas penitenciarias, cuanto más prolongadas, mejor. Todo encaja a la perfección: se devuelve la lógica al caos de la existencia".

 

"En el mundo de las finanzas globales -dice el mismo autor- la tarea que se asigna a los gobiernos estatales es poco más que las de grandes comisarías".

 

¿Qué es lo que está ocurriendo en La Pampa con la policía al mando de Tierno con el claro aval de Verna?

 

Ni más ni menos que lo que ocurre en el resto del país desde que se puso en marcha la emergencia en seguridad. Que no es otra cosa que llenar de policías y gendarmes el país y utilizar esas fuerzas para reprimir cualquier manifestación popular. De paso, para mantener latente ese aliado inseparable del sistema, que es el miedo. La detención de Milagro Sala es el más claro ejemplo de ese perverso juego, infaltable en todo régimen autoritario.

 

Bauman se refiere a este fenómeno como una de las consecuencias humanas de la globalización: "Hay un repentino incremento de la construcción de prisiones en todas partes. Por todo el globo aumentan los presupuestos de gastos fiscales dedicados a las fuerzas de 'la ley y el orden', en particular la policía criminal y el servicio penitenciario".

 

Tal cual. El conflictivo ministro pampeano de Seguridad anunció que serán incorporados trescientos nuevos policías, una tendencia que seguramente se mantendrá invariable mientras el gobierno siga sin entender (más por ideología que por ignorancia) que las enfermedades sociales no se curan con la política del miedo y el garrote.

 

La experiencia mundial demuestra que la prevención del delito (siempre de los que producen los que están en el último escalón de la sociedad) no se logra con más policías en las calles ni con más cárceles ni con la fría aplicación del Código Penal.

 

El remedio no consiste en llenar las cárceles de "residuos humanos" como se considera a los millones y millones de excluidos sino poniendo en práctica políticas que sean capaces de darle un sentido más justo y humano a la vida de todas las personas.