Hoy es un gran día
Hoy se cumplen 30 años del regreso de Carla al seno de su familia biológica Fue la segunda nieta recuperada por las Abuelas de Plaza de Mayo por vía judicial. Lo que sigue a continuación es el primer capítulo del libro La Abuela de Hierro (primera edición 1995, segunda edición 2012). La obra narra la larga e infatigable lucha que emprendió Matilde Artés, conocida como Sacha, para recuperarla después de nueve años que la niña permaneció en poder de sus apropiadores.
Por Juan Carlos Martínez
Sacha abrió la puerta del pequeño departamento del barrio de Villa Urquiza. Los ojos de la abuela parecían dos verde soles resplandeciendo sobre el crepúsculo de Buenos Aires. Hacía mucho que no se la veía tan feliz. Podría decirse que su rostro era un retrato de alegría pintado sobre un paisaje de tristeza. Desde el fondo de su alma renacía, como el Ave Fénix, su paz interior. Esa paz que había perdido nueve años atrás cuando le arrebataron a dos de sus seres más queridos: Graciela, su hija, y Carla, su nieta. Eran dos heridas abiertas en el centro mismo de su corazón.
El invierno moría en los primeros retoños de la primavera cercana de aquel domingo de septiembre de 1985. Una semana antes el juez le había restituido a su nieta en el palacio de los tribunales, a pocos pasos del recinto donde se estaba juzgando a los comandantes de la más cruenta represión política de la historia argentina. Eran responsables de la desaparición y muerte de miles de personas, incluidos centenares de niños. Se le llamó el juicio del siglo porque por primera vez los militares, dueños hasta entonces de la vida y de la muerte, se sentaban en el banquillo de los acusados.
Por aquellos días la sociedad argentina respiraba los nuevos aires de la libertad y vivía la euforia de la incipiente democracia. Parecía que la impunidad estaba llegando a su fin.
“Aquí está tu abuela” le dijo el juez a la todavía sobresaltada niña que horas antes había sido rescatada de las manos de su apropiador. El corazón de Carla latía como el de un atleta en el final del supremo esfuerzo.
“Sí, soy tu abuela, hace nueve años que te estoy buscando por todo el mundo” respondió Sacha mientras sus brazos se aferraban a aquel tesoro de carne y hueso al que había consagrado todas las horas de su vida. Esta vez su llanto no era de dolor.
Sacha había buscado a la niña por todos los rincones de la tierra desde que Carla y su madre fueron secuestradas en la Bolivia del dictador Banzer para ser entregadas en la Argentina del dictador Videla.
Madre e hija permanecieron un tiempo breve en territorio boliviano, la muchacha en una cárcel y la niña en un orfanato. La criatura fue sacada luego subrepticiamente por agentes de los servicios secretos de Bolivia y junto con su madre fue trasladada a la Argentina en el marco de la doctrina de la seguridad nacional, un eufemismo común que las dictaduras del Cono Sur empleaban como pantalla de la coordinación represiva. Se le conocía también como multinacional del terror.
Graciela y Carla estuvieron confinadas en uno de los campos clandestinos de concentración que funcionaron en el área de Buenos Aires: Automotores Orletti, en el barrio de Floresta, frente a las vías del ferrocarril. El Ejército controlaba aquel cadalso en el cual militares y paramilitares dirigían los interrogatorios que no eran otra cosa que la aplicación sistemática de tormentos a las indefensas víctimas con un nivel de crueldad increíble.
El paramilitar Eduardo Alfredo Ruffo, apropiador de Carla, era allí uno de sus principales jerarcas. Frío e impiadoso. Se jactaba de ensayar tiro al blanco disparando a la cabeza de sus rehenes. Se ha dicho que en ese centro clandestino un día quemaron vivas a dieciséis personas utilizando neumáticos en desuso para que el vecindario dejara de quejarse porque el clima se tornaba irrespirable cada vez que los cuerpos de las víctimas eran consumidos por las llamas. Cuesta creer que las quejas se hayan producido por los malos olores y no por todo el espanto que se vivía en aquel martirologio donde cientos de personas fueron salvajemente torturadas y asesinadas.
HORAS DRAMÁTICAS
Las horas previas al encuentro de abuela y nieta fueron verdaderamente dramáticas. La niña fue liberada luego de un gigantesco operativo ordenado por el juez cuando Ruffo –miembro de la banda criminal de Aníbal Gordon- tenía todo preparado para escapar con Carla y Alejandro (otro niño robado) con destino al Brasil.
El cerco tendido a Ruffo había comenzado con las primeras luces del alba en una quinta cercana a la localidad bonaerense de Pilar el sábado 24 de agosto de 1985. Hacía dos años que el ultraderechista evadía las órdenes de captura cuando la policía le dio caza sin encontrar resistencia. En verdad, no tenía opciones, salvo la de exponer su vida, un riesgo que no estaba en los planes de quien sólo había demostrado valentía frente a personas indefensas que estaban bajo su vigilancia.
Sacha se encontraba en la Casa de las Abuelas de Plaza de Mayo cuando otra abuela que le acompañaba atendió el teléfono.
“Habla un tal Juvenal… dice que detuvieron a Ruffo y rescataron a tui nieta” expresó a viva voz la mujer.
Acostumbrada a recibir toda clase de bromas y amenazas, Sacha acudió el teléfono sin mayor entusiasmo, pero cuando el periodista Carlos Juvenal repitió el mensaje y le dio el teléfono del diario La Razón para que verificara la autenticidad de la noticia y volvió a escuchar la misma voz y el mismo anuncio, sus dudas se disiparon.
“¡Es cierto, es cierto!” gritó una y mil veces hasta enronquecer mientras daba saltos de alegría entre las paredes cubiertas de fotos de niños desaparecidos.
Jadeante y con los ojos empapados en lágrimas se abrazó a su amiga y bajó como un rayo por las escaleras del séptimo piso y en Corrientes y Montevideo subió al primer taxi que encontró. Diez minutos más tarde estaba en el Departamento Central de la Policía Federal golpeando puertas y preguntando a quien se cruzara en su camino por su nieta.
“Quiero ver a mi nieta, tengo derecho a verla, hace nueve años que la estoy buscando” clamaba Sacha con la voz casi apagada.
“Sólo cuando el juez lo disponga” le respondían los atribulados policías que se veían desbordados por la arrolladora personalidad de la abuela.
El rescate de Carla estaba confirmado, pero esa circunstancia no era suficiente para tranquilizar a Sacha. Ella quería ver a la niña, quería escuchar su voz, quería mirar a sus ojos, quería abrazarla para convencerse a sí misma de que todo lo que estaba viviendo no era un sueño.
La estridencia de la sirena de un coche policial que entró raudamente al Departamento Central de Policía y el febril movimiento que se produjo en el edificio a partir de ese instante fueron indicios concretos de un acontecimiento especial: Carla había llegado en ese automotor.
“Sí, es ella, es ella, pero tendrá que esperar la orden del juez para verla” repetían los policías que eran abordados por la ansiosa abuela.
Sacha deambuló por los pasillos del Departamento Central tratando de dar con la sala en la que se encontraba Carla.
“¿No ha visto a la niña que acaba de ingresar en el patrullero?” preguntaba y volvía a preguntar en medio de aquel ajetreo. Todas las respuestas eran negativas.
Con su desesperada impaciencia a cuestas, Sacha corrió como una tromba hasta el Palacio de los Tribunales donde ya se había constituido el juez Fernando Archimbal, quien entendía en la causa. Las puertas de acceso estaban cerradas (era sábado) pero el agente de guardia no tuvo más remedio que abrírselas. No había forma de contenerla. Era un aluvión.
Sacha no paró hasta que se vio frente al magistrado, quien tampoco pudo evitar el intempestivo ingreso de la abuela a su despacho.
“Por lo menos dígame si está bien, dígamelo ya, se lo suplico” gritaba Sacha mientras tomaba de un brazo al juez como si quisiera arrancarlo de la silla.
“Cálmese señora, la niña está bien, ya la verá, esta noche mismo haremos la restitución”.
Las palabras de Archimbal tuvieron el efecto de un sedante. Sacha se dejó caer sobre un diván y comenzó a distenderse. Empero, las horas que restaban para el ansiado encuentro resultaron interminables. Sacha aguardaba en una sala contigua a la del juez. Iba y venía como una leona enjaulada. Su ansiedad crecía a ritmo febril lo mismo que sus pulsaciones. Fumaba un cigarrillo tras otro.
¿No ha llegado mi nieta? preguntaba a cada instante. La misma pregunta se repitió hasta el infinito.
Por fin llegó el momento tan esperado. Carla había ingresado sin ser vista por su abuela y pasó directamente al despacho de Archimbal.
El juez conversó largamente con la niña,, primero a solas y luego en presencia de médicos, psicólogos y otros profesionales que prestan asistencia en estos casos.
Cuando abuela y nieta se abrazaron ante los pocos testigos que presenciaron aquella emotiva ceremonia, ya era el domingo 25 de agosto de 1985. Se había producido una coincidencia realmente increíble: otro 25 de agosto -pero de 1976- Carla había desaparecido del orfelinato de La Paz, Bolivia, para vivir nueve años cautiva de uno de los más célebres represores de la dictadura.
Poema a Carla
Dos veces nacida
dada a luz
primero fue la madre
pero del maravilloso vientre
te lanzaron a un bunker
con armas, chocolates
(como la casa de la bruja
de Hansel y Gretel)
y una pena que venía
quién sabe de dónde
y que aún hoy
a veces te roza
pero no puede alcanzarte
Carla
raza de mujeres
valerosas
mamá Graciela
abuela Sacha
y el parto más doloroso
y feliz
nacer a los diez años
qué preñez tan larga
Carla
dos veces nacida o,
mejor dicho
dada
A LUZ
Patricia Grinberg, 8 de junio de 1995