La Nación y la historia oficial

Por Juan Carlos Martínez

Varias generaciones de argentinos nos educamos bajo la impronta de la historia oficial contada por los Mitre. Desde el mal llamado descubrimiento de América hasta la mal llamada Conquista del Desierto.

 

Ni descubrimiento ni conquista: dos genocidios que los sectores más conservadores siguen negando. Como niegan a través de recursos semánticos otras atrocidades ocurridas en el curso de nuestra historia.

 

A la cabeza de esa campaña está justamente La Nación, el diario de los Mitre. Sus editoriales siguen insistiendo en narrar a sus lectores la historia oficial, no ya la que la mayoría de nosotros no vivió en carne propia sino la más reciente, de la que muchos fuimos testigos, protagonistas o víctimas.

 

Estamos hablando del terrorismo de Estado impuesto tras el golpe cívico-militar-clerical del 24 de marzo de 1976.

 

En sintonía con esa postura, su editorial del 21 de agosto nos habla de “reconciliación, indultos y amnistías”, recurriendo a los mismos falaces argumentos que vienen agitando los sectores que participaron directamente en la salvaje represión política a la que siguen llamando guerra.

 

La insistencia de La Nación para cambiar la figura de genocidio por la de guerra carece de todo fundamento jurídico, histórico, moral, ético y humano.

 

Pero se entiende a la luz del objetivo central de esa ofensiva en la que también asoman jerarcas de la Iglesia Católica y que no es otro que el de promover la llamada reconciliación entre los argentinos como si se pudiera poner en un plano de igualdad a las víctimas y a los victimarios.

 

El tribunal que juzgó a los comandantes hace treinta años fue contundente a la hora de calificar lo hecho por las fuerzas armadas y sus cómplices civiles y eclesiásticos.

 

Tras analizar las distintas variables de la guerra convencional, la guerra de guerrillas urbana y rural y otras formas de lucha armada, no encontró nada que tuviera que ver con alguna de esas variables y por eso es que la sentencia del tribunal habló de “un plan criminal”.

 

Si a esta conclusión se llegó en 1985, cuando el poder militar todavía era una amenaza para la estabilidad democrática, no se entiende cómo a esta altura de la historia alguien puede seguir llamando guerra a un genocidio probado hasta el hartazgo y reconocido mundialmente por las más prestigiosas figuras e instituciones defensoras de los derechos humanos.

 

Es un verdadero disparate calificar de guerra a los secuestros, la existencia de campos clandestinos de detención convertidos en centros de tortura y muerte o en maternidades donde cientos de jóvenes fueron asesinadas luego de dar a luz mientras aquellas criaturas eran repartidas como mascotas.

 

¿Dónde están los partes de guerra con la nómina de las treinta mil personas abatidas (sic) en aquella inexistente guerra?

 

¿Qué tribunal juzgó a las víctimas?

 

¿Quién puede explicar desde lo racional el plan sistemático del robo de bebés?

 

¿O los vuelos de la muerte?

 

¿O las violaciones que sufrieron la mayoría de las mujeres confinadas en aquellos campos?

 

¿O la rapiña a la que se dedicaron los grupos de tareas que además de secuestrar personas se alzaban con bienes materiales que se llevaban como parte del botín?

 

Los “campos de batalla” donde los heroicos militares, policías y civiles libraron aquella “guerra” no figuran en la historia oficial que La Nación ofrece a sus lectores: Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), El Vesubio, Automotores Orletti, Club Atlético, El Pozo de Bánfield, La Cacha, Campo de Mayo, El Olimpo, El Banco, El Campito, La Mansión Seré, La Perla, La Ribera, la Seccional Primera de Policía de Santa Rosa, La Pampa, la Escuelita de Bahía Blanca sólo por mencionar a los más conocidos entre los seiscientos diez centros de tortura y muerte que llegaron a funcionar en 1976.

 

¿De qué guerra nos habla La Nación?