¿Humanizar la pena de muerte?

Por Juan Carlos Martínez

Joseph Wood, de 55 años, un asesino serial condenado a la pena de muerte en Arizona, Estados Unidos, agonizó dos horas antes de expirar por efectos de una inyección letal.

La defensa del reo reclamó que se detuviera la ejecución, una de las más largas que se conocen con la aplicación del mencionado método, pero el pedido no prosperó.

Los cables de las agencias informativas señalaron que la escena que describieron los letrados en su informe agregó un nuevo argumento para el debate sobre las distintas formas de ejecutar la pena de muerte.

Las opiniones están divididas.

Hay quienes creen que el uso de fármacos es la mejor manera de evitar el sufrimiento del condenado.

Otros consideran que la guillotina es el instrumento apto para hacer más rápida y eficaz la faena.

No faltan los que eligen el fusilamiento como la vía más apropiada.

Y están los que ven en la silla eléctrica el mejor vehículo para trasladar un ser humano a la muerte.

La discusión no gira por la crueldad intrínseca que encierra la pena capital sino por la forma en que produce la muerte de los condenados.

Importa la forma, no el fondo del problema.

Para decirlo sin eufemismos, la idea de quienes son partidarios de la pena capital puede redondearse de la siguiente manera: estamos de acuerdo con aplicar el ojo por ojo, diente por diente, pero tratemos de ponerle un ropaje piadoso a la pena de muerte para no erosionar el sentido humanitario que tenemos sobre la vida.

Algún parecido hay entre esta falacia y la que empleaban los torturadores en los campos de exterminio que funcionaron en la Argentina durante el terrorismo de Estado.

La presencia de un médico para controlar la resistencia de las víctimas les daba una aureola de humanidad a los tormentos.

Desde un punto de vista perverso, el médico no se sentía cómplice de la tortura: se creía un salvador de vidas.

Buscar formas alternativas para aplicar la pena de muerte para atenuar o disimular la brutalidad y el salvajismo de esa condena es una cruel ironía, reveladora del grado de hipocresía de quienes en nombre de la justicia se convierten en asesinos, tan asesinos como el mismo ejecutado.

Asesinos no sólo es el que muere en una cama por efectos de inyecciones letales, el que expira en una silla eléctrica o el que da el último suspiro colgado con la soga al cuello por haberle quitado la vida a otra persona

También son asesinos los que manipulan esos instrumentos para matar.

Asesino es el propio Estado.

Lo son los jueces que firman las sentencias.

Lo son los legisladores que votan las leyes.

Y lo son, aunque de manera menos directa pero con decisiva influencia, las personas que apoyan y aplauden la muerte como castigo.

Hay una sola manera de humanizar la pena de muerte: aboliéndola.