Dar pasto a las fieras

Por Juan Carlos Martínez

 


Lo primero que tengo que decir para evitar aviesas interpretaciones es lo que pienso del diario Clarín. Lo he dicho repetidas veces en artículos periodísticos y con mayor precisión en mi libro La Apropiadora donde relato la forma en que Ernestina Herrera de Noble se apropió de dos criaturas durante la dictadura.

 

En el mismo libro me he referido a la forma en que esa empresa se convirtió en propietaria de Papel Prensa junto con La Nación y La Razón y con otro socio de lujo: la misma dictadura.

 

Aunque no lo digan, son estas dos cuestiones las que realmente preocupan al Grupo Clarín y son las que motorizan su enfrentamiento con el gobierno nacional.

 

Estamos hablando de delitos de lesa humanidad. Nada menos.

 

También he dicho que no todos sus periodistas deben ser metidos en la misma bolsa habida cuenta que hubo y hay profesionales respetables y que no pocos de ellos no ocultan sus disidencias con la actual línea editorial del medio.

 

Dicho esto, no se puede omitir una opinión crítica sobre la actitud del jefe de gabinete del gobierno nacional cuando, frente a las cámaras de televisión, rompió algunas páginas del diario Clarín como expresión de repudio por el contenido de artículos que Jorge Capitanich consideró falaces.

 

 

No hay duda que muchos artículos de Clarín transitan entre lo falso y lo tendencioso, sobre todo en el caso de la muerte de Alberto Nisman, escogido por el diario para atacar al gobierno y a la presidenta como si el que apretó el gatillo que puso fin a la vida del fiscal hubiese salido de la Casa Rosada.

 

Uno puede hacer miles de conjeturas, pero sacar conclusiones al voleo y acusar sin pruebas debidamente fundadas y verificadas no es lo que corresponde, al menos de parte de quienes nos hablan de un periodismo que se maneja con el mayor de los rigores.

 

Como bien definió Evo Morales a este operativo, se trata de una emboscada no sólo contra la presidenta o contra el gobierno sino contra el propio sistema democrático por más que se diga que todo se hace en defensa de la República y sus instituciones.

 

Es bueno recordar que el golpe del 24 de marzo de 1976 -como todos los golpes- se dio en nombre de la democracia y de la libertad. Nada nuevo decimos con evocar que en nombre de la libertad se han cometido y se cometen las mayores atrocidades contra la humanidad.

 

Todo el mundo proclama su respeto al pronunciamiento de los fiscales y jueces que tienen en sus manos una causa tan sensible como la de la AMIA, pero cada uno pretende llevar agua para su molino presionando para que esta historia termine a la medida de sus intereses como si esos intereses fueran más importantes que la verdad y el deseo de justicia que reclaman el país y los familiares de las ochenta y cinco víctimas de la tragedia.

 

Lo único cierto que puede mostrarse hasta ahora con la más absoluta certeza es la impunidad que sigue protegiendo a los autores intelectuales y materiales de aquella masacre.

 

Complicidad que involucra -por acción o por omisión- a todos los gobiernos, jueces, fiscales, dirigentes políticos, agentes de inteligencia y periodistas funcionales a la estrategia diseñada desde los centros mundiales de espionaje con Estados Unidos a Israel a la cabeza.

 

En esa infernal maquinaria quedó atrapado -y no por su candidez- el fiscal Alberto Nisman, cuya muerte vino a demostrar una vez más hasta dónde pueden llegar esos grupos que desde las sombras manejan los hilos de un poder paralelo que muchas veces está por encima del legítimo poder de los estados.

 

Volviendo al jefe de gabinete, un funcionario de semejante responsabilidad no debe actuar de la manera destemplada como lo hizo Capitanich, porque aún con la razón que le pueda asistir, las formas le quitan credibilidad al fondo de las cosas.

 

Lo que hay que romper no son las hojas de un diario sino las mentiras que ese medio difunde.

 

Y hay una sola manera de lograrlo: con la verdad.

 

Lo otro no es más que darle pasto a las fieras.