La iglesia y los niños
Por Juan Carlos Martínez
-Sé que naciste. Me lo aseguró el padre Fiorello Cavalli, de la Secretaría de Estado del Vaticano, en febrero de 1978.
El párrafo precedente está en la carta del capítulo anterior (12 de abril de 1995) que le escribió Juan Gelman a su nieto o nieta nacida en cautiverio y que por entonces el poeta y escritor buscaba con la misma angustia y desesperación que buscaban a sus nietos centenares de abuelos y abuelas que estaban viviendo la misma tragedia.
El feliz final de esta historia es ampliamente conocido desde que Gelman (fallecido en 2014) encontró a su nieta Macarena en el año 2000, pero lo más relevante de este caso es el dato que aportó el poeta argentino en aquella carta pública sobre la información que entonces existía en el Vaticano acerca de la desaparición de niños hijos de desaparecidos.
Este dato aportado por el jesuita, sumado a los que conocían otros jerarcas de la Iglesia en la Argentina, como el que en su momento le dio el monseñor José María Montes a Chicha Mariani sobre el destino de su nieta Clara Anahí (No la busque, la niña está en manos de gente de mucho poder) confirman no sólo la connivencia con la dictadura sino el nivel de información que manejaban los hombres de la milenaria institución sobre el destino de aquellas criaturas.
No es una revelación hablar de estos vínculos entre la Iglesia y la dictadura, pero el caso de los niños adquiere singular relevancia a la luz de los recientes documentos oficiales que hizo públicos Horacio Verbitsky en Página 12 (6 de mayo de 2012) sobre el conocimiento que tenía la jerarquía católica acerca de la forma en que los militares se desprendían de sus disidentes: asesinándolos a sangre fría.
Esos documentos son del año 1978, cuando la cacería humana ya había alcanzado la mayor cantidad de víctimas y el mayor número de niños robados a sus padres biológicos para ser entregados a sus apropiadores.
Si Cavalli sabía con precisión a dos años del golpe de Estado que la nieta de Gelman había nacido, se supone que debía saber cuál había sido el destino -si no de los centenares de niños que a esaas alturas eran buscados por las Abuelas de Plaza de Mayo- al menos de buena parte de ellos.
Hay constancias de las gestiones que muchos hombes de la Iglesia hicieron ante los militares para conseguir niños hijos de desaparecidos, en unos casos para dárselos a matrimonios estériles y en otros, como los apropiados por Ernestina Herrera de Noble, para resolver cuestiones que tenían más que ver con lo material -herencia mediante- que con lo afectivo.
¿Tiene la Iglesia las listas de niños robados y el nombre de quienes se apropiaron de aquellas criaturas?
Y si las tiene ¿Por qué no las entrega a los jueces para cerrar de esta manera uno de los capítulos más dolorosos de nuestra historia?
Un paso semejante de parte de la Iglesia no la liberaría de la complicidad que mantuvo con la dictadura, pero quizás la acercaría un poco a ese mundo occidental y cristiano al que dice pertenecer.
(Fragmento de un capítulo del libro La Abuela de Hierro, del autor de este artículo, II edición, julio de 2012)