Distintas varas

Por Juan Carlos Martínez

 

Cuando los militares estaban a punto de regresar a los cuarteles, el último dictador que pisó la Casa Rosada firmó la mal llamada ley 22.924, conocida como la autoamnistía a favor de todos los genocidas que habían participado en la noche negra que vivió la Argentina bajo el terrorismo de Estado.

 

El artÍculo 1 declaraba "extinguidas todas las acciones penales emergentes de los delitos cometidos con motivación o finalidad terrorista o subversiva desde el 25 de mayo de 1973 hasta el 7 de junio de 1982. Los beneficios otorgados por esta ley -agregaba- se extienden, asimismo, a todos los hechos de naturaleza penal realizados en ocasión o con motivo del desarrollo de acciones dirigidas a prevenir, conjurar o poner fin a las referidas actividades terroristas o subversivas, cualquiera hubiere sido su naturaleza o el bien jurídico lesionado. Los efectos de esta ley alcanzan a los autores, partícipes, instigadores, cómplices o encubridores y comprende a los delitos comunes conexos y a los delitos militares conexos".

 

Otro de los artículos de semejante aberración (el quinto) decía que "nadie podrá ser interrogado, investigado, citado a comparecer o requerido de manera alguna por imputaciones o sospechas de haber cometido delitos o participado en las acciones a los que se refiere el artículo 1º de esta ley o por suponer de su parte un conocimiento de ellos, de sus circunstancias, de sus autores, partícipes, instigadores, cómplices o encubridores".


Y como si los generales, almirantes y brigadieres de pronto hubiesen cambiado el uniforme militar por la toga, con el artículo 12 completaron el burdo intento de esconder los delitos de lesa humanidad debajo de un manto de impunidad: "Los Jueces Ordinarios, Federales, Militares u organismos castrenses ante los que se promuevan denuncias o querellas fundadas en la imputación de los delitos y hechos comprendidos en el artículo 1º, las rechazarán sin sustanciación alguna".

 

Una de las primeras medidas adoptadas por el presidente Raúl Alfonsín consistió en derogar semejante mamarracho, pero no se le ocurrió denunciar penalmente al dictador Bignone por aquel intento de concretar una amnistía a favor de quienes habían cometido delitos de lesa humanidad. Y no lo hizo porque ese intento podía ser considerado como un acto inconstitucional, pero no delito.

 

Luego, el mismo Alfonsín incluyó a Bignone entre los comandantes que fueron juzgados por ser responsables del plan criminal, como expresó la sentencia del tribunal que juzgó a las juntas asesinas. O sea, por delitos.

 

Dos años más tarde, la presión militar le arrancó al gobierno de Alfonsín las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, es decir, una amnistía encubierta que abrió el camino a un nuevo ciclo de impunidad que favoreció a militares y civiles y que completó Menem con el indulto a los comandantes del genocidio.

 

De esta manera, la Argentina vivió casi veinte años de impunidad, tantos como los que han vivido y viven todavía miles de víctimas del terrorismo de Estado: los sobrevivientes del genocidio, los familiares de las víctimas y la propia sociedad. Y cientos y cientos de responsables que se han ido de este mundo con su impunidad a cuestas.

 

Si los actos inconstitucionales fueran considerados delitos, tanto Alfonsín y los legisladores que aprobaron las leyes como Menem por el indulto hubiesen sido denunciados penalmente, pero a nadie se le ocurrió incursionar en ese terreno porque no correspondía.

 

 

Y eso es lo que ocurre con la denuncia del fiscal Nisman sobre el memorándum con Irán aprobado por el Congreso. En el peor de los casos, podría llegar a ser inconstitucional, pero nunca delito. Y si fuera delito, la denuncia penal debería incluir -entre otros absurdos- a los legisladores que firmaron el acuerdo.

 

Por eso sorprende que todavía se confunda lo que es inconstitucional con lo que es delito.