Daños irreparables
Por Juan Carlos Martínez
A medida que pasan los años y uno va acumulando información sobre las atrocidades que se cometieron en la Argentina durante el terrorismo de Estado, advierte que la dimensión de los daños producidos es inagotable. Algo peor todavía: se llega a la conclusión de que esos daños son irreparables.
El genocidio de lo mejor de una generación -como son los jóvenes- abrió una profunda herida que todavía sangra sin posibilidades de cicatrizar en el corto o mediano plazo. Todo indica que permanecerá abierta durante muchísimo tiempo, aunque con seguridad nunca se borrará de la memoria colectiva como ocurre con las grandes tragedias que ha sufrido la humanidad.
El secuestro de miles de personas confinadas en centros clandestinos de detención donde fueron salvajemente torturadas hasta provocarles la muerte y la eliminación física de muchas de ellas en sus domicilios, en las calles o en sus lugares de trabajo, resultan demostrativos del nivel de perversidad con que actuaron quienes pergeñaron y ejecutaron el genocidio.
Hubo otras crueldades no menos inhumanas como fue la apropiación de niños arrancados a sus padres para repartirlos como parte de un saqueo donde daba lo mismo llevarse un televisor que una criatura.
El plan sistemático del robo de bebés completó el desmembramiento de miles y miles de familias y convirtió a esos niños en personas sin vínculos biológicos y sin historia familiar, obligados a transitar por la vida con una falsa identidad que sigue proyectándose a sus descendientes sin solución de continuidad.
La mayoría de los que han recuperado su verdadera identidad se han integrado a sus familias biológicas con las dificultades propias de haber vivido fuera del proyecto pensado por sus padres.
Las adaptaciones, como es lógico, no han sido uniformes, sobre todo por las diferentes edades en que se produjeron las restituciones. Si no fue fácil reintegrarlos en la etapa de la niñez como ocurrió con los primeros niños recuperados, las complicaciones han sido mayores cuando la verdad llegó después de muchos años de convivencia con las familias apropiadoras.
¿Qué afinidad podía haber entre los padres biológicos y los apropiadores? Salvo en los contados casos de aquellas personas que recibieron de buena fe a hijos de desaparecidos, el resto de los apropiadores fueron engranajes fundamentales de semejante atrocidad. Todos ellos eran conscientes de estar participando de un plan infinitamente perverso.
¿Qué clase de amor se le puede brindar a una inocente criatura arrancada del ser que lo gestó en su vientre, que le dio la vida y que proyectó en él su descendencia?
Como bien ha dicho Ana María Careaga, "el acto mismo de la apropiación desmiente cualquier función materna o paterna pretendida por sus apropiadores; en tanto acto sádico, desmiente, anula totalmente dicha función. En ese vínculo, basado en ese acto cruel, no hay filiación, es imposible que puedan constituirse en padres o madres de los hijos que arrebataron" (*).
LAS SECUELAS
Hace unos días escuchamos el testimonio de Javier, el hijo biológico de Cecilia Viñas y Hugo Penino, nacido en la ESMA en septiembre de 1977 y apropiado por Jorge Vildoza, seguno jefe de aquel centro de tortura y muerte.
Javier, quien vive desde hace años en Londres después de haber sido arrastrado por su apropiador por distintos lugares del planeta, dio su testimonio propuesto por la defensa de Ana María Grimaldos, la esposa del genocida Vildoza, mal llamada madre adoptiva, presentada como una inocente ama de casa que ignoraba el origen biológico de aquel niño que llegó a su casa en brazos de su marido.
Lo primero que hay que decir es que Javier, que tiene 37 años, es una de las tantas víctimas de la dictadura. Su madre dio a luz en la ESMA, y luego fue trasladada y confinada en otros centros clandestinos desde donde se comunicó telefónicamente con su familia, la última vez en marzo de 1984, durante el flamante gobierno de Alfonsín.
El de Cecilia Viñas es el único caso que se conoce de una persona desaparecida en dictadura que permaneció con vida hasta los primeros meses del gobierno democrático elegido en 1983. Desde entonces, nunca más se supo de ella ni tampoco de su marido Hugo Penino.
Escuchando el testimonio de Javier se entiende con mayor claridad el peso de la influencia que ejercieron los apropiadores a través de la educación que les brindaron a aquellos niños al cabo de tantos años conviviendo en un mundo distinto al que para ellos habían soñado sus padres.
Educados en ese contexto, era previsible que el proyecto soñado para aquellos niños por parte de sus padres biológicos estaría en las antípodas de lo que querían los apropiadores.
Seguramente que ni Cecilia Viñas ni Hugo Penino, jóvenes que luchaban por un país y un mundo más justo y solidario, hubiesen pensado convertir a Javier en el banquero que es hoy.
Cuando Javier contestó la pregunta que le hizo el presidente del tribunal sobre su actividad, hubo cruces de miradas y gestos entre el público. Seguramente que muchos exhumaron de su memoria otra faceta que la dictadura incluyó en sus acciones: la apropiación de cuantiosos bienes robados a sus víctimas.
EL PERVERSO OBJETIVO
DEL ROBO DE NIÑOS
Pocos como el genocida Camps fueron tan claros para explicar el robo de niños. "Yo repartí varios niños porque los subversivos educan a sus hijos para la subversión y eso había que evitarlo" dijo el matarife de Buenos Aires.
Así de crudo, así de cruel.
En el caso de Javier ha habido, sin duda, un lavado de cerebro que ha dejado visibles rastros en su personalidad. Es más que evidente que Javier a esta altura de la vida transita en medio de afectos encontrados entre sus apropiadores y su familia biológica.
Hay que repetir el concepto: Javier es una víctima, como lo fueron sus padres biológicos, como lo es su abuela Cecilia que a los 91 años aún no ha podido cerrar una herida que sigue drenando sangre. El mismo sufrimiento envuelve a su tío Carlos y al resto de sus familiares biológicos.
Durante la audiencia en los tribunales, Javier reveló la tensa relación que mantiene con Carlos Viñas por la invariable postura de su tío con respecto a Vildoza.
¿Qué otra postura puede tener una persona frente a uno de los asesinos de su hermana, frente a quien que le robó el fruto más preciado que Cecilia llevó en su vientre hasta darle la vida que la crueldad humana la arrebató?
Javier está en todo su derecho a proyectar su vida, a elegir sus afectos, a diseñar su futuro. Pero no sólo puede y debe conocer la verdad de su historia. También la de sus apropiadores. Debe saber que Jorge Vildoza fue un genocida que dispuso de la vida y de los bienes de miles de personas que pasaron por la ESMA en su tránsito a la muerte.
Debe saber que Vildoza fue uno de los máximos responsables de la ejecución del plan sistemático del robo de bebés; debe saber que como segundo jefe de la ESMA, Vildoza fue responsable de la entrega de otros niños nacidos en ese campo de exterminio donde Massera y él eran sus máximos verdugos.
Javier debe saber que llamando padre adoptivo a Vildoza no cambia su calidad de apropiador ni puede atenuar su condición de genocida diciendo que había cometido tantas atrocidades cumpliendo órdenes cuando él mismo daba esas aberrantes órdenes.
¿Puede no pesar en la conciencia de Javier saber que Vildoza formó parte de los que asesinaron a sus padres biológicos?
Asesinos no son sólo los que torturaron hasta la muerte de sus víctimas, los que apretaron el gatillo o los que arrojaban personas vivas al mar desde los vuelos de la muerte.
Tampoco Ana María Grimaldos era una inocente e ignorante ama de casa que sólo recibía órdenes de su marido. Esta mujer también tiene un alto grado de responsabilidad en la comisión de un delito de lesa humanidad del que ahora pretende evadirse cargando las culpas en su marido al que han dado por muerto sin presentar documentación que lo certifique.
Volvamos a Ana María Careaga: "Todavía quedan muchos, hoy ya adultos, que fueron apropiados durante la dictadura y que desconocen su origen. En el marco de un juicio oral y público, una testigo que fue víctima de una detención ilegal y que dio cuenta de varios casos de niños nacidos en cautiverio y apropiados por los desaparecedores, propuso que en este país esa metodología perversa debía ser contrarrestada con una medida que ordene el análisis de ADN de todos los nacidos durante los años que podían signarlos como hijos de desaparecidos. Una contundente manera de acercarse a una verdad de la que debe hacerse cargo no solamente un organismo sino toda la sociedad argentina" (*).
La historia de Javier y tantas historias como la suya reflejan con absoluta claridad la dimensión de los daños irreparables que provocó el terrorismo de Estado en la Argentina.
(*) Del libro La Apropiadora, III edición (páginas 160 y 161)