Paradojas argentinas, por Juan Carlos Martínez

La designación del general César Milani para conducir el Ejército ha desatado una ola de llamativos cuestionamientos. Llamativos porque entre los que resisten su designación aparecen personas o sectores ideológicamente ligados a la dictadura cívico-militar-clerical. Incluso se suman muchos de quienes votaron o avalaron las leyes de Punto Final y Obediencia Debida.

La primera ley ponía un límite de tiempo para procesar a aquellos militares sospechados o acusados de cometer delitos de lesa humanidad. La segunda, admitía que los militares de menor rango que secuestraban, torturaban o asesinaban a personas indefensas lo hacían cumpliendo órdenes superiores.

Entre los beneficiados con las leyes de impunidad estaría el entonces subteniente Milani, a quien los mismos que defendían el falaz argumento de la obediencia debida ahora lo han demonizado y claman por su cabeza.

A aquellas dos aberraciones jurídicas luego se sumaron los indultos menemistas recibidos por esos mismos sectores entre aplausos y silencios.

Si se prueba que el ahora general Milani –por aquellos años subteniente- participó en alguno de esos delitos como surge de algunos testimonios, los poderes que lo han promovido a tan altas funciones -con la presidenta a la cabeza-, deberían reconocer el error y dejar sin efecto su designación e incluirlo entre los cientos de militares y civiles que todavía permanecen impunes.

Llamativa también es la postura que han asumido por el mismo caso los grandes medios de comunicación, particularmente La Nación, enfrascada en cuestionar a Milani como si el diario de los Mitre hubiese sido un bastión de resistencia a la dictadura y no un cómplice activo premiado por su complicidad con la entrega de Papel Prensa, una empresa que compartió con Clarín y La Razón y que fue arrancada a sus legítimos propietarios bajo el inhumano método de la tortura.

¿Por qué se cargan las tintas sobre Milani y se omite, por ejemplo, el rol que jugó Jorge Bergoglio frente al terrorismo de Estado? ¿O acaso el actual jefe de la Iglesia Católica tenía por aquellos años menos poder que un subteniente para rebelarse contra las atrocidades que se estaban cometiendo nada menos que en nombre de Dios?

Si Milani estaba en el Batallón 601 no es necesario reunir más datos para imaginar su tarea en aquel centro desde donde se planifican los secuestros de empresarios con fines extorsivos. Lo que cabe ahora, frente a las denuncias, es investigar a fondo su historia y si se prueban las acusaciones, no sólo debe anularse su reciente promoción a la máxima responsabilidad dentro del Ejército sino que debe ser sometido a juicio con todas las garantías establecidas en la Constitución y en los tratados internacionales.

Por el Batallón 601 también pasó el represor Raúl Guglielminetti, quien en los primeros tiempos de la primavera democrática integró el grupo de custodios del presidente Raúl Alfonsín. ¿Alguien responsabilizaría a Alfonsín por llevar sobre sus espaldas a un personaje de semejante calaña o por tener entre sus edecanes al capitán Néstor Greppi condenado en La Pampa en 2010 a veinte años de cárcel por delitos de lesa humanidad?Es más que evidente que en el cuestionamiento de Milani hay una fuerte porción de oportunismo político, lo que no significa que por esa razón el caso se convierta en un hecho consumado y quede en los archivos de la desmemoria.

Sería bueno que la ofensiva contra Milani se extendiera con el mismo énfasis a los empresarios como Carlos Blaquier, Vicente Massot (La Nueva Provincia), a los directivos de Mercedes Benz y la Ford y a aquellos jueces que miraban para un costado mientras la espada, la cruz y el poder económico hacían lo suyo para convertir a la Constitución en una pieza de museo.

Todavía hay que recorrer un largo camino para terminar con la impunidad que protege a quienes participaron como autores intelectuales y ejecutores del genocidio de treinta mil personas, entre las cuales se incluye la apropiación de centenares de  niños, hoy hombres y mujeres que viven en un mundo extraño al que querían sus padres biológicos.

Las paradojas argentinas son como nuestra capacidad de asombro: nunca se agotan.