La razón de Estado o el estado de la razón

Por Juan Carlos Martínez

Don Enrique Tierno Galván fue el primer alcalde de Madrid elegido por el voto popular en las primeras elecciones democráticas de 1979. Hombre de una vasta cultura y una gran sensibilidad humana, el viejo profesor -como cariñosamente se le llamaba- era un socialista con sólida formación marxista que hizo de la coherencia una virtud.
Fue el creador de los bandos con los cuales se dirigía a los madrileños utilizando un estilo con matices de fina ironía, humor y gran talento literario.
Entre sus sabias definiciones, una de las que más se recuerdan es aquella con la que el viejo profesor trató de explicar algunas de sus posturas frente a las contradicciones en que suelen incurrir los políticos cuando llegan al gobierno.
Para Tierno Galván una cosa era la razón de Estado y otra muy distinta era el estado de la razón.

Marcaba, de esa manera, sus discrepancias con determinadas políticas seguidas por políticos de su propio partido como Felipe González, un socialista que arrió las banderas que lo llevaron al gobierno a finales de 1983 y que hoy se ha convertido en un lobbista de algunas multinacionales.

Los argumentos que suelen invocar muchos gobernantes para transitar por determinados caminos aún sabiendo que no es el estado de la razón sino las llamadas razones de Estado las que influyen en esas decisiones, ponen de relieve no sólo la falta de coherencia sino la endebles de las convicciones políticas de quienes optan por ese camino.

La razón de Estado y el estado de la razón aparecen por estas horas en la historia reciente que vivió la Argentina durante la dictadura cívico-militar-clerical e involucra a la Iglesia Católica como institución y a la inmensa mayoría de sus religiosos. Se ha reactualizado a partir de la designación del cardenal Bergoglio como nuevo Papa.

Ni el cardenal Bergoglio y mucho menos la Iglesia Católica han podido demostrar que fueron ajenos a las atrocidades cometidas por la dictadura militar durante el terrorismo de Estado.

Bergoglio transita entre dos líneas interpretativas. Una lo acusa de haber entregado a por lo menos dos curas. Otra lo ubica como salvador de perseguidos por la dictadura.

El doble comportamiento de Bergoglio sería algo parecido al que ejercían los verdugos frente a sus víctimas, tal como lo han contado los que sobrevivieron a las sesiones de torturas.

Según esos testimonios, en aquellas sesiones solían aparecer dos verdugos que cumplían diferente papel: el malo era el que manipulaba la picana con total y absoluta impiedad. El bueno, en cambio, utilizaba un lenguaje persuasivo de contenido psicológico tendiente a convencer a la víctima para que proporcione la información que el malo le requería.

Si el cardenal Bergoglio salvó a varios ciudadanos que eran perseguidos durante la dictadura, pero en el mismo tiempo entregó a otros (lo cuantitativo no modifica lo conceptual) ¿puede ser eximido de su responsabilidad criminal?

Si de verdad Bergoglio, ahora Francisco I, fuera sincero en su nueva postura, antes que beatificar a uno de los mártires de la dictadura debería excomulgar a todos los genocidas, a los que se apropiaron de niños y a los civiles que participaron en el plan criminal puesto en marcha el 24 de marzo de 1976.

En cuanto a la Iglesia, ya nadie podría liberarla de sus vínculos con una de las mayores tragedias ocurridas en el Siglo XX, como lo fueron las que provocaron el nazismo, el fascismo y el franquismo bajo la bendición papal. Un pedido de perdón no la eximiría de culpas, pero al menos contribuiría a la verdad histórica.

Una pregunta: ¿Qué ha cambiado para que el gobierno nacional modifique de la noche a la mañana su postura no sólo frente a Bergoglio sino frente a la propia Iglesia?

Volvamos al viejo profesor español: La razón de Estado es absolutamente extraña al estado de la razón.